por: Mauricio Molinares Cañavera
En nuestros pueblos del Caribe, uno no necesita una dirección exacta para encontrar a alguien. Basta con preguntar:
“¿Dónde vive la modista?”
“¿Dónde queda la casa del profesor?”
“¿La del médico, la de la señora que vende bollos…?”
Y alguien, con una sonrisa, te guía. Porque en esos lugares, las personas no solo tienen una casa. Tienen un lugar donde pertenecen. Donde son conocidos. Donde habitan.
Pero en estos tiempos que vivimos, donde todo parece tan incierto, he sentido la necesidad de hacer una pregunta distinta:
¿Dónde vive tu alma?
Vivimos rodeados de noticias que nos estremecen: enfermedades que llegan sin avisar, guerras que se sienten cada vez más cerca, violencia, polarización, desesperanza…
Y no son cosas lejanas. No. Son realidades que nos tocan, que nos duelen, que a veces nos roban el aliento y la alegría.
Es fácil habitar el miedo. Es fácil mudarse, sin darnos cuenta, al barrio de la ansiedad, al cuarto oscuro del desánimo.
Pero hay un salmo…
Un salmo que muchos de nosotros vimos alguna vez abierto en la sala de la casa de nuestros abuelos.
El Salmo 91.
No es un amuleto. No es una cábala. Es una promesa.
Una promesa profunda. Hermosa. Pero también exigente.
Porque comienza diciendo:
“El que habita al abrigo del Altísimo…”
No dice “el que pasa por ahí de vez en cuando”.
No dice “el que ora cuando está en aprietos”.
No dice “el que cree en Dios cuando todo va mal”.
Dice el que habita.
El que decide vivir allí. El que echa raíces en la presencia de Dios.
El que hace del abrazo divino su verdadera morada.
Y es entonces cuando todo lo demás cobra sentido:
Que no temerá al terror nocturno.
Que caerán mil a su lado, pero no le alcanzará.
Que habrá ángeles acampando a su alrededor.
Que verá con sus ojos la fidelidad de Dios.
No es magia. Es fe.
No es una fórmula. Es una decisión.
Hoy quiero preguntarte con ternura:
¿Dónde estás viviendo tú?
¿Tu alma habita en la queja, en la angustia, en el juicio, en el ruido?
¿O ha encontrado refugio en la paz que solo Dios puede dar?
Habitar en Dios no es vivir sin problemas.
Es saber que, pase lo que pase, no estás solo.
Que no eres huérfano.
Que tienes sombra, abrigo, refugio y consuelo.
Y cuando el mundo se desmorona afuera…
hay un lugar dentro donde aún canta el alma.
Yo he decidido vivir allí.
Allí donde mi nombre es conocido.
Allí donde mis lágrimas no son ignoradas.
Allí donde soy hijo, y no número.
Allí donde no me preguntan cuántos errores cometí, sino cuántas veces estuve dispuesto a volver.
Así que si algún día alguien te pregunta:
“¿Dónde vives?”,
que puedas responder sin dudar:
“Vivo al abrigo del Altísimo… y no me falta nada.”