por:Mauricio Molinares
Hay una carta escrita desde el Génesis. No fue trazada en papel ni con tinta que pudiera borrarse. Fue escrita en la naturaleza, en un lugar que todos pudiéramos ver, como un edicto público de amor. La Biblia dice en el Salmo 19:1: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos”. Basta mirar arriba para entender que cada nube, cada estrella y cada amanecer son un mensaje román/co de un Dios que insiste en amarnos.
Y ese amor no se quedó escrito solo en el cielo. La Biblia lo revela en palabras que atraviesan los siglos: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:16). No es un amor de teoría, es un amor que se entrega, que se arriesga, que se sacrifica. Un amor que conoce nuestras fragilidades y aun así nos vuelve a escoger cada día, regalándonos nuevas
misericordias al amanecer.
El escritor Víctor Hugo lo expresó con una lucidez entrañable en Los miserables: “La dicha
suprema de la vida es la convicción de que somos amados; amados por nosotros mismos; o mejor aún, amados a pesar de nosotros”. Y en esas palabras late la misma verdad del Evangelio: el amor verdadero no nos elige por nuestras virtudes, sino que permanece incluso cuando mostramos nuestras grietas. Esa certeza —ser amados a pesar de nosotros—es la que sostiene la vida y la que convierte el amor en un milagro.
Vivimos, sin embargo, en tiempos donde pareciera que admirar es más importante que amar. Donde acumulamos seguidores y aplausos, pero escasea la ternura. En medio de ese vacío, resuena la voz de Nicola Di Bari con una confesión que es casi un manifiesto: “Sé que soy el último romántico”. Y quizá eso es lo que el mundo necesita: hombres y mujeres que
se atrevan a ser románticos todavía, que rescaten el amor sencillo, valiente y cotidiano.
Quizás ha llegado el momento de saltar el prejuicio de parecer cursis y volver a las expresiones que hacen grande al amor. Escribir una carta a mano, poner una canción al teléfono, abrir la puerta del carro, preparar una cena especial, reunirnos con los amigos sin motivo aparente. Gestos sencillos, pero cargados de afecto, que devuelven humanidad a los vínculos.
Y sobre todo, vivir cada día en el amor del Señor: corresponder a su gracia con acciones de amor y obediencia, y reflejar hacia el prójimo ese mismo amor que recibimos. Porque al
final, lo que más recordarán quienes nos rodean no serán nuestros logros, sino la forma en que los amamos. Atrevámonos a ser, sin miedo ni vergüenza, los últmos román/cos.
¡Feliz día del amor y de la amistad!