Vengo de una familia que abraza. Mis dos abuelos, Don Arturo Molinares Angulo y Don
Álvaro Cañavera Gutierrez, eran hombres que convertían el saludo en un acto de acogida.
No daban la mano como un trámite: envolvían con sus brazos, transmitian calor y, de algún modo, te adoptaban por unos segundos.
Ese gesto lo heredaron mis padres, mis tios y, desde niño, me hizo pensar que abrazar era lo más común y natural del mundo. Crecí creyendo que así saludaba la gente en todas partes. Pero los años me mostraron otra cara: que en este mundo tan convulso, lleno de distancias, miedos y prevenciones, abrazar no siempre es fácil… y no todos se atreven a
hacerlo.
Un abrazo es más que un contacto fisico. Es un lenguaje silencioso que puede decir “te amo”,
“te extrañé”, “perdóname”, “no estás solo” o incluso “adiós”. Hay abrazos que salvan, que aflojan nudos en el alma y que se convierten en la última palabra cuando ya no sabemos qué decir.
En mi vida he recibido abrazos que me marcaron para siempre. Algunos han sido de alegría desbordada; otros, de despedida dolorosa. He sentido abrazos que me devolvieron fuerzas
cuando creía no tenerlas y otros que fueron la única respuesta posible ante una pérdida.
Hace tan solo algunos días, un grupo de amigos salimos a almorzar con uno de nosotros que
está atravesando una prueba familiar. Nos reímos, nos burlamos con bullying Caribe —ese
que no hiere, sino que sana— y, al final de la reunión, lo más bello fueron los abrazos. Fue una cita sanadora, no solo para el amigo que vive la prueba, sino para todos los que lo
abrazamos. Ese momento me recordó que los abrazos no solo consuelan: también nos nos sostienen y nos recargan mutuamente.
La Biblia nos muestra que incluso Jesús, en su paso por la @erra, abrazó. El evangelio de Marcos dice: “Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía”
(Marcos 10:16). Ese gesto de tomar en brazos es, en esencia, un abrazo lleno de amor, una manera de decir “eres importante para mí” sin necesidad de palabras.
La ciencia dice que, al abrazar, el cerebro libera oxitocina, el corazón se serena, la presión baja y pequeñas chispas de felicidad recorren la sangre. Yo creo que es el cielo confirmando,
a nivel celular, lo que el alma siempre supo: que fuimos diseñados para sostenernos unos a
otros.
Abraza fuerte. Abraza sincero. Abraza sin reloj. Porque, al final, los abrazos son la prueba de que fuimos creados para acercarnos, no para vivir separados.
